jueves, 18 de agosto de 2011

EL RECUERDO DEL BREZO

Hay momentos inusuales donde descubrimos súbitamente la oscilación de lo absurdo. Son como breves golpes de sensatez, si se quiere, que nos dan inesperadamente una perspectiva de nuestra propia vida. Nos ubica linealmente y entonces, desamparados, necesitamos cuanto menos escribir. Contar es una buena forma de perdurar. Como en aquel recordado grito del poeta de doncellas “confieso que he vivido”; porque sino ¿quién contará nuestra memoria, ese hecho, esa sensación, ese detalle, que caso contrario permanecerá en el olvido indefinido? Pues bien, seguidamente debo decir que entre mis libros no existe mucho consenso y por lo general hay más desacuerdo respecto de convalidar aquello en lo que me he convertido. Seguramente, soy la suma imprecisa de cada uno; su sintagma. Pero no quiero hablar de todos ellos. Quiero hacer mención de un solo libro, de ese que vino casi sin querer, a señalarme, deícticamente, el lugar de todos mis muertos. Se trata de un libro más bien de formato mediano, 20x12 cm, de 137 páginas, Ediciones Sur del año 1970. Su autor es bien conocido, Albert Camus aunque su título (lleva un título doble) El Verano / Bodas, mucho menos. Es una obra extraña desde todo punto de vista aunque de una prosa exquisita. Sus páginas están marrones y la encuadernación ya tiene unos refuerzos de cinta como para que no empiecen a desbandarse sus hojas. Sin embargo todavía se mantiene bien conservado y perfectamente legible. Al reencontrarme con él, verifico algo que me cautivó aunque en verdad no sé si significa algo en sí mismo, o solo es un dato más, de los infinitos detalles triviales de lo que se compone la existencia. Más da. Mi fascinación permanece. Y lo que me aprehendió no es del orden de la literatura ni de la narración en sí. Sino algo mucho más trivial, baladí diría yo. Esto es: el tiempo que ese texto lleva en mí poder. Me acompaña. La dedicatoria que me hizo algún “amigo” que me regaló el ahora longevo ejemplar (la verdad es que ni siquiera recuerdo su nombre o su rostro), data del 16 de enero de 1986 y fue durante mi primer viaje a Buenos Aires. Tenía yo entonces diecisiete años y todavía no terminaba el secundario. De esto hace ya exactamente veinticinco años y varios meses. Un cuarto de siglo en mi poder. Más de la mitad de mi propia vida. El doble de la edad de uno de mis hijos. Vivió en cuatro ciudades distintas conmigo. Me acompaño durante dos matrimonios y otros tantos intentos. Mientras otros muchos libros pasaron por mi vida, éste ejemplar se mantuvo pacientemente conmigo, me albergó. De alguna extraña manera me tiene. Abro al azar algunas de sus páginas y encuentro subrayado por el joven que fui: “si el hombre está hambriento de pan y de brezos y si bien es cierto que el pan le es más necesario, sepamos empero preservar el recuerdo del brezo”. Indudablemente hay libros que nos conmueven y nos mueven a movernos. Y todavía hacen algo más, nos atesoran. Lo cierro cuidadosamente y lo vuelvo a guardar. Quizás, con suerte, pasen otros veinticinco años hasta que lo vuelva abrir. Tal vez en ese momento ya no haga falta ni brezo ni pan, es posible incluso que ni siquiera me reconozca en su interior. Será el tiempo donde la intrascendencia llame otra vez a la puerta del universo.

Alvear, 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario