Nadie vive en la dársena machacada por las olas, casi todos ya se han ido. Nadie espera al navegante de aguas inquietas. ¿A qué hacerlo, si cuando llegue en la noche entrada ya no será él, quien regrese?
Navegas a rumbo de timón incierto. Palideces con la pálida luna, y es tu sangre la que tiñe el cielo y el mar cuando se besan. Vas a cielo y a sol incandescente, penetras en la soledad más acuosa de todas. La más muda de todas.
En el frenesí tormentoso de algún día perderás, seguramente, la razón del estallido y entre pómulos ruborizados y caricias malolientes dejaras al fin tu simiente desprovista de destino. Morirás entonces, pequeñamente, abrazado y quieto a un vaso de agua.
Ni pirata, ni capitán, ni marinero. Tan solo navegante de voluptuosos vientres. Buscador de tesoros, tan solo eso sí: un rubí quebrado de amarguras.
Navegante solitario. Deambulas el mar, como si de su piel se tratara. Carraspeas, toses, estornudas. Al final gimes entre los peces que se ufanan de haber ilusionado al amor en aquel puerto acuoso que fue su despedida.
MG 12/2011
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