Ese lunar por debajo de los senos, él nunca lo hubiera imaginado. Era circular, pero con contornos difusos. Una mancha gris, muy llamativa. Claro, como a ella, que se llamaba Ema, le daba efectivamente un poco de vergüenza, lo ocultaba de tal manera, que incluso en la intimidad, trataba de que pasara inadvertido. Pero como Julio, que se llamaba él, estaba dispuesto a conocerla toda, íntegramente toda, no reparó demasiado en su pudor y avanzó lentamente con sus dedos primero, tibios, suaves, a quemarropa. Después con su boca. Mientras ella se retorcía de una manera rítmica y acalorada. Exhorto en el frenesí de los gemidos, él tuvo la sensación por un instante de que ese lunar extraño por debajo de los senos aumentaba o disminuía su tamaño de acuerdo al nivel de excitación que ella experimentaba, como si se tratara de un termómetro o algo por el estilo. Esa mancha íntima, singular, única, era como un paisaje raro a recorrer. Una marca inusitada que señalaba algo que él no entendía del todo, pero que lo embriagaba por completo. Hasta el punto de perderse un largo tiempo, definitivo, en ese deformado laberinto. Ella, por su parte, gozaba como si fuera la primera vez. Es que Eduardo estuvo casado muchos años con Ema. Demasiados.
MG, Resistencia, febrero de 2014
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