Debo confesar que siento una extraña
fascinación por los libros viejos.
Una especie de gerontolibrofilia. Amarillos, ocres, cobre.
De hojas laminadas o de gruesas hojas.
Habitados por polillas papirofágicas
o por manchas ancestrales de humedad.
Corroídas páginas inusuales
en lenguajes pretéritos y distantes
¡Qué feliz soy ante su evidencia!
Amo ese olor cadavérico del papel que
sostiene
el signo en su tinta seca, tan seca y
perenne.
Amo ese magma de arena y trazo
desierto áspero que amo y que tanto abrazo.
Resecos libros que atesoran la sed del
hombre
en su desierto más fundamental.
Peregrinación del párrafo a través del
tiempo
como un quelonio de movimiento imperceptible
que rasga en su trayecto la huella profunda
del hombre en su agonía sin sentido.
Hechizarse ante un antiguo libro
es exactamente lo mismo, me imagino,
que fascinarse en el dintel de la noche
ante el signo definitivo de la lumbre y
las estrellas
¿no son ellas acaso fulgores de un
evento
pretérito ya ocurrido? ¿La memoria
devenida
en soledad y en estallido? ¡Hete ahí el
fulgor
de un libro, me digo, pretérito,
renacido!
Qué más da quién lo haya escrito. Brilla
opaco en el dintel de la noche devenida.
Él tan viejo y antiguo. Yo tan joven
y efímero. Que ojalá persista como
recuerdo
cuando todos, absolutamente todos, se
hayan ido.
¡Qué bendito sería que todo vuelva a
comenzar
algún día a leerse de modo distinto! Lo
cierro
cuidadosamente, al cabo, que mis manos
no despunten
su muerte. Y que viva y que viva.
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