miércoles, 15 de noviembre de 2017

[LA MEMORIA DE LOS LIBROS]



Debo confesar que siento una extraña fascinación por los libros viejos.
Una especie de gerontolibrofilia. Amarillos, ocres, cobre.
De hojas laminadas o de gruesas hojas.
Habitados por polillas papirofágicas
o por manchas ancestrales de humedad.

Corroídas páginas inusuales
en lenguajes pretéritos y distantes
¡Qué feliz soy ante su evidencia!
Amo ese olor cadavérico del papel que sostiene
el signo en su tinta seca, tan seca y perenne.
Amo ese magma de arena y trazo
desierto áspero que amo y que tanto abrazo.

Resecos libros que atesoran la sed del hombre
en su desierto más fundamental.
Cuánto más viejos, tanto más amor.
Peregrinación del párrafo a través del tiempo
como un quelonio de movimiento imperceptible
que rasga en su trayecto la huella profunda
del hombre en su agonía sin sentido.

Hechizarse ante un antiguo libro
es exactamente lo mismo, me imagino,  
que fascinarse en el dintel de la noche
ante el signo definitivo de la lumbre y las estrellas
¿no son ellas acaso fulgores de un evento
pretérito ya ocurrido? ¿La memoria devenida
en soledad y en estallido? ¡Hete ahí el fulgor
de un libro, me digo, pretérito, renacido!
Qué más da quién lo haya escrito. Brilla
opaco en el dintel de la noche devenida.

Él tan viejo y antiguo. Yo tan joven
y efímero. Que ojalá persista como recuerdo
cuando todos, absolutamente todos, se hayan ido.
¡Qué bendito sería que todo vuelva a comenzar
algún día a leerse de modo distinto! Lo cierro
cuidadosamente, al cabo, que mis manos
no despunten su muerte. Y que viva y que viva.



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