(Nota: el siguiente texto, que creí perdido, fue escrito con motivo del fallecimiento del compañero Scarpati. Ahora, al cumplirse un nuevo aniversario de ese acontecimiento, me parece oportuno subirlo a este blog. Agradezco al compañero Osvaldo Luis Abollo -el Gringo- por preservarlo)
Lo velamos un 17 de agosto, como a San Martín. Cientos de compañeros pasaron ordenados por el féretro rodeado de coronas y símbolos peronistas. Había mucha tristeza, pero fue un velorio distinto. A la muerte le opusimos la mística propia de los revolucionarios que él nos enseñó a ser, a creer, a confiar. Fue un velorio con honores. Estábamos despidiendo a un Comandante Revolucionario Peronista, había cierto orgullo en el ambiente, cierto pecho henchido, una dignidad que venía de su memoria: habíamos sido militantes bajo sus órdenes (algunos de nosotros compartimos más de 20 años de historia, propia, del país y del mundo, a su lado), y eso era motivo real de orgullo. Fue nuestro jefe. Será nuestro abanderado... Pasaban los compañeros ordenados a su lado, dejaban contra su cuerpo blanco y en paz, una foto de Evita, estrellas federales, monedas con emblemas peronistas, claveles, nomeolvides, caramelos, cartas para que las lea en la tranquilidad del infinito, saludos y hasta estuvo la bala que el enemigo uso para perforarlo, cuando todavía tenían la ilusión de matarlo; ¡pobres y torpes aquellos que siguen creyendo que todas las vidas se matan con balas! No señor, lo mató el cáncer, como a Evita. El mismo enemigo, la misma fortaleza, igual inquebrantable destino. Durante veinticuatro horas estuvimos a su lado, la Mesa Nacional (su guardia pretoriana), los compañeros de las unidades básicas que pudieron llegar del cono urbano, de Córdoba, de Rosario, de Entre Ríos, de Tucumán, de Chaco, de Corrientes. Mientras recibíamos cientos de comunicados de Formosa, de Salta, de Jujuy, de Santiago del Estero, de San Luis, de Misiones. Todos querían estar a su lado, y como sea. También estuvieron sus hijos, amados como solo un revolucionario sabe y puede amar, con entrega, con renunciamiento, con inconmensurable ternura.
Amaneció el 18 y teníamos que enfilar hacia el cementerio. Era hora de llevarlo en andas. La columna se armó con la misma prolijidad con la que él nos enseñó, la misma que había adquirido en los tiempos donde ser peronista era un delito, donde había que ser eficiente, efectivo, contundente. Así lo hicimos. Marchaba inicialmente el féretro. Más atrás la bandera que nos identificó en tantas batallas, luego la percusión, rítmica, bullanguera, llena de contagiosa mística, el carro de sonido, y seguidamente las columnas de compañeros cantando, marchando, flameando, banderas llenas de colorido y de esperanza. Ahí nomás estaba el cementerio, pero el de los muertos muertos; no el de éste inmenso muerto que entraba vivo en cada flameadora, en cada repique de bombo peronista, en cada ojo rojo de emoción, en cada canto y garganta y moco infame. Cacho vivía en cada compañero. Y estábamos ahí. Confesamos que fuimos parte de ese entierro memorable, día en que los muertos no descansaron en paz, que canturrearon las consignas y se agitaron en sus templos perennes y definitivos, y hasta hubo quienes -se vio claramente- levantaron sus falanges carcomidas o roídas. Huesos imprecisos en V de victoria, de vida, de VOLVEREMOS CARAJO. Más tarde paso el himno, las palabras de los compañeros quebrados en la emoción y la Marcha. Después llovieron los puñados de tierra sobre el cajón cerrado. Y el sepulturero anónimo ahogó la distancia con paladas firmes, trozos de tierra removida sellaron la despedida.
Era mediodía cuando nos tocó irnos. No íbamos tristes, tampoco alegres, quizás estábamos tranquilos. Es que sabemos, siempre lo supimos, que el Comandante Scarpati vivirá en nosotros, en nuestra memoria, en nuestra práctica militante y en SU ORGANIZACION, de ahí compañero, no te sacará nadie ni siquiera la muerte puta que nos persigue desde hace siglos.
Marcelo González
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