Alberto
inocentemente juega a ser Dios, mientras la tarde se desploma azarosa y rojiza por
cada uno de los rincones del espacio. Para ello ha construido o creado, si se
quiere, un objeto extraño, peculiar, que es ancho, largo y profundo. Objeto con
el que habla profusamente por horas enteras.
Desde
muchos puntos de vista dicho objeto es casi idéntico a él mismo. Como si fuera una
imagen impresa de su imaginación, metonímica.
Y Alberto,
el niño, ya no está solo.
Mientras
tanto, en otro tiempo muy lejano, de estrellas que ya no existen, un Dios
repleto de silencios escanea su imagen y la pone a jugar, metafóricamente.
Y es
como si vivieran en una caja, o como si ambos habitaran un cajón.
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